domingo, 17 de mayo de 2009

El Tin-tín (5)


Nos miramos con disimulo. Armando frunció el ceño y su gesto se tornó más serio, pues lo que creía de suma importancia y urgencia no era para él más que una impertinencia de Alipio y aquellas supersticiones le estaban haciendo perder tiempo... Yo sin embargo sonreía y trataba de evitar una carcajada por aquella situación inesperada....Intenté mantenerme todo lo más formal que pude hasta que Armando exclamó:
-¡Pero Don Alipio, por Dios! ¿Pero de qué me habla? ¿Qué dice de no sé qué sombrero?, al rato tras un corto silencio, como reflexionando por su airada reacción Armando vuelve a hablar.- Vamos a tranquilizarnos... voy a hacer como que no escuché nada de ningún duende. Vamos a ver a su hija y antes de llamar al padre llamaremos al doctor para que se acerque a su casa. Si su hija está mal, está mal y nos dejamos de cuentos.
Tras aquello comentaba con Armando lo inusual del caso, me decía que entre los habitantes de la zona estaban muy arraigadas aquellas leyendas y "cuentos populares" como los denominaba. Sin quitarle la importancia debida a que la hija de Alipio estaba enferma y que un médico era quien debía visitarla, aquella situación me parecía de lo más entretenida y no veía el momento de escuchar la versión de la niña....Cuando llegamos a la casa de Don Alipio, una típica construcción tradicional de madera y caña elevada del suelo sobre unos pilotes, nos encontramos que ya estaba el doctor y el cura. Éste último había sido alertado por una tía de la pequeña y había acudido más por atención a sus feligreses y evangelización que por combatir y espantar al maligno tal como era la intención de la familia. Tras presentarnos, tanto el doctor como el cura me hablaron de los innumerables casos que habían atendido por similares circunstancias y que como era de suponer atendía más a razones de la propia naturaleza que por la influencia de seres fantásticos. Subieron a la reducida construcción el doctor y el cura en compañía de la mujer de Don Alipio, éste se quedó junto Armando, sentado sobre un bloque de hormigón que hacía las veces de banco a la sombra de la casa. El ambiente estaba cargado de humedad y apenas corría el aire. Se podía oler la vegetación circundante y el estridente ruido de los insectos avivados por el calor del mediodía. Intenté animar a Don Alipio diciéndole que no se preocupase ya que el doctor le recetaría algún remedio para su hija y que pronto volvería todo a la normalidad. De pronto todo enmudeció,como si la naturaleza se hubiese "desconectado", apareció el doctor por la puerta y en cuanto pisó el primer escalón para descender toda la bulla de los animales del bosque volvió al unísono.

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